Hace aproximadamente un mes, tuve la oportunidad de impartir un taller en el Cabo de Gata titulado «del paisaje clásico al paisaje íntimo». En él, exploramos distintas herramientas y enfoques que nos permiten alejarnos del paisaje tradicional para adentrarnos en una visión más personal y evocadora del entorno. La premisa del taller era clara: aprender a seleccionar y reinterpretar los elementos del paisaje con una mirada introspectiva y subjetiva, dejando atrás la mera documentación visual para dar paso a una representación más creativa.
Para ello, decidí centrar la actividad en cuatro elementos esenciales de este paraje tan singular: rocas, arena, agua y vegetación. Cada uno de ellos representa un fragmento del alma del Cabo de Gata, una pieza fundamental en la construcción de cualquier imagen que busque capturar su esencia. A lo largo del taller, guié a los participantes en la observación y análisis de estos elementos, desafiándolos a descubrir nuevas formas de ver y plasmar el paisaje.
La imagen que hoy comparto no fue tomada durante el taller en sí, sino en su fase de preparación. Durante aquellos días previos, me dediqué a estudiar en profundidad cada uno de los cuatro elementos, explorando sus texturas, sus formas y sus posibilidades narrativas. En una de esas jornadas, mientras caminaba por un palmeral cercano a El Playazo, encontré una rama de palmera caída en el suelo. Su estructura dentada me recordó de inmediato a la silueta de las olas rompiendo en la orilla, y así nació la idea que daría forma a esta fotografía.

Desde el primer momento, supe que debía potenciar esta evocación visual, y para ello recurrí a dos recursos creativos clave. El primero fue la modificación de la temperatura de color en la cámara, tiñendo la escena de un tono azul que reforzara la ilusión de estar observando un mar embravecido en lugar de una simple rama de palmera. Esta decisión resultó fundamental para guiar la lectura conceptual de la imagen y dirigir la percepción del espectador hacia el juego simbólico que quería crear.
El segundo recurso fue aún más sutil, pero igual de determinante: utilicé una servilleta como difusor delante del objetivo, generando una especie de neblina que suavizó los detalles y ocultó la identidad real de la rama. De esta manera, logré que la vegetación dejara de ser reconocible como tal y se transformara, en el imaginario, en un mar en movimiento. Así, los dos elementos trabajados en el taller, agua y vegetación, se fusionaron en una sola imagen, intercambiando sus significados y creando un universo poético donde los límites entre la realidad y la imaginación se diluyen.
Esta fotografía es un ejemplo de cómo la creatividad y la mirada personal pueden alterar nuestra percepción del paisaje. Al intervenir la imagen con recursos técnicos y decisiones artísticas, se logra trascender la realidad objetiva para construir una visión más íntima y simbólica del entorno. En este caso, la vegetación se disfraza de mar y nos invita a sumergirnos en un juego visual donde lo tangible y lo onírico conviven en armonía.
Espero que esta reflexión sirva como inspiración para aquellos que buscan nuevas formas de interpretar y representar el paisaje, animándolos a explorar más allá de lo evidente y a descubrir su propia manera de ver el mundo.
Simplemente una genialidadl!!
Eres un puto crack, chavalín!!!