EL COLOR DE SU PIEL

Artículo publicado en la revista a papel IRIS#21

Recuerdo aquel día en el que todo comenzó. Permanecía sentado a la sombra de un eucalipto mientras regaba el olivar. El viento comenzó a soplar con fuerza y algunas cortezas de aquel árbol caían cerca de mí, parecían llamar mi atención. Me levanté y me apresuré a su falda, descubrí en su tronco una figuración de cortezas que me recordaba a un rostro de payaso o algo parecido. Fui al coche, cogí mi cámara analógica, unas lentes de aproximación y la fotografié. Me gustó bastante el resultado, pero no fui capaz de ver que aquello tenía potencial, que se podía trabajar una bonita serie jugando con los colores, las líneas y las formas… Pero en aquel momento estaba ciego. Era el año 2005, mi tercer año fotografiando, un poco de todo y mucho de nada.

Pasaron los años y aquella fotografía quedó olvidada, huérfana de creatividad. En el año 2007, me rendí totalmente a la era digital, la naturaleza poco a poco me iba robando el alma. Comencé a comprar revistas de naturaleza, y en ellas descubrí a una mujer que era capaz de transmitirme tranquilidad, fuerza, delicadeza… una serie de emociones que nunca antes había sentido al contemplar una fotografía. Se llamaba Isabel Díez. Comencé a descubrirla y veía en ella una percepción diferente, creativa… capaz de hacerme sentir bien al contemplar sus imágenes. Mi percepción empezó a cambiar, mis patrones visuales eran los de Isabel.

Cuatro años más tarde, en 2011, con unos amigos, hicimos una quedada con Antonio Camoyán en Rio Tinto. Sin duda, aquel viaje me marcó de una manera brutal. Comenzó a enseñarnos en una Tablet su trabajo del tinto, «el alma del paisaje», una colección de abstracciones magnífica. Cada vez que el maestro arrastraba con el dedito la pantalla, nos robaba el alma, nos abría la mente y nos enseñaba que la fotografía no solo era una herramienta para reproducir la realidad, sino que también era un modo de expresión. Aquella obra del tinto era lo más parecido a la obra de los más grandes pintores. Nuevamente, mi percepción volvió a cambiar. Yo quería hacer esas mismas imágenes de Camoyán, pero en otro tema, con ese mismo matiz de abstracción. Un mes después de este viaje, recordé aquella imagen del eucalipto con rostro de payaso que había realizado por primera vez en negativo, aquella imagen que moría poco a poco en el álbum de fotos, y pensé firmemente en retomar aquella historia.

Tras un proceso de aprendizaje mediante la imitación de grandes fotógrafos, como la delicadeza y creatividad de Isabel Díez, la abstracción del Tinto de Antonio Camoyán, el lenguaje visual de José B. Ruíz, el concepto fotográfico de Fernando Puche… me encontraba en un momento de caos cerebral y emocional ante tanta información de sus obras. Sentí la necesidad de comenzar a caminar solo.

Empecé a visitar un bosque de eucaliptos cerca de mi olivar, cerca del desierto de Tabernas. Alrededor de unos 500 ejemplares, fui visitando uno por uno, de un modo más receptivo, con otra mirada. Quería sentir qué me transmitían aquellas cortezas. Fui trabajando poco a poco con el macro, componiendo con colores, líneas y formas… siempre como texturas, renunciando a la realidad como imagen, de una manera más conceptual y abstracta. Las agresiones del hombre sobre estos troncos, poco a poco también me fueron emocionando; algunas veces aportaban fuerza y plasticidad a la imagen, siempre con un mensaje de agresión. Me encontraba muy contento con las imágenes que iba obteniendo, y durante el trabajo de la colección, seguía reflexionando sobre las obras de aquellos fotógrafos que admiro y que me han aportado tanto. También comencé a buscar figuraciones reconocibles e imaginarias de una manera abstracta, para involucrar al espectador en buscar su propia historia.

El equipo fotográfico utilizado era muy básico: una cámara, un objetivo macro, polarizador (en algunos casos), un trípode, un cable disparador, un reflector y una escalera. La escalera era muy importante, pues a veces la textura estaba un poco alta y no podías ponerte en el mismo plano para conseguir la máxima nitidez. La nitidez total también me preocupaba, pues algunas texturas eran de ejemplares muy jóvenes, con poco volumen de tronco, siempre cilíndricos, por lo cual los extremos quedaban fuera de foco. Renuncié siempre a la posibilidad de hacer múltiples exposiciones de enfoque para conseguir una nitidez total de toda la imagen, pues me apasiona presentarme a los concursos más importantes de naturaleza. Tuve que jugar con los desenfoques y realzar con nitidez aquello que me interesaba.

El comportamiento de la luz en estas texturas también fue estudiado poco a poco: cuál proporcionaba mejores colores, mayor volumen, mayor riqueza de textura… La luz frontal no me interesaba, pues ganaba en color pero perdía en volumen y textura. La luz lateral suave y la luz envolvente de la sombra son los esquemas de luz que más me gustan. Las luces duras sobre estas texturas crean brillos y contrastes excesivos, perdiendo todo su encanto. La luz cenital difusa que aporta la copa del árbol también es muy interesante. Utilizo bastante el reflector, tanto para aportar sombra como para dirigir la luz a mi gusto, de esta manera puedo fotografiar a cualquier hora. El viento es un problema, pues suelo trabajar con obturaciones lentas y aunque no veamos que el tronco se mueve mucho, echará al traste la mayoría de las fotos.

Los eucaliptos van desnudando sus troncos constantemente, creando y deshaciendo lienzos increíbles, convirtiéndolas en obras únicas e irrepetibles. He fotografiado la misma textura en distintos meses y años; algunas mejoran, pero otras empeoran visualmente. De esta manera, me permite disfrutar siempre de sus nuevas obras, visitándolos cada año. No todos los árboles ofrecen sus mejores galas; hay muchísimos que no me aportan nada, por lo que hay que buscar, buscar y buscar. Aquel eucalipto que hoy no te ofrece nada, en un tiempo, te puede sorprender. Los eucaliptos más jóvenes o talados con nuevos brotes siempre me ofrecen los mejores colores; en cambio, los más viejos me aportan un sinfín de grietas, heridas y cortezas aisladas que me gustan mucho. También se le puede sacar partido a los árboles que se han secado, pues la carcoma crea galerías de un modo más artístico.

«El color de su piel», sin duda, ha sido la obra que más me ha hecho reflexionar sobre fotografía, que me ha hecho buscar mi camino, buscarme a mí mismo. También me ha enseñado que cualquier cosa, depende del ojo con el que se mire, merece la pena trabajarlo, volver a buscar, volver a sentir, para volverte a encontrar…

Hoy día, esta colección sigue estando muy viva a la hora de trazar la luz, a la hora de mirar y transmitir, en cualquier momento, en cualquier lugar…

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